Adelantado a su tiempo, bebedor de todos los espíritus y todas las posibilidades, el poeta argentino exhibió su conciencia de la crisis que afecta al lenguaje y del peligro que significan la domesticación de la literatura, la aceptación de un mundo sustancialmente injusto o el abandono de los grandes ideales de la revolución.
En su poesía encontramos un manifiesto vital, escrito a contracorriente, fuera de tiempos y de modas, al hilo de todas las mareas estéticas y personales, en que se renueva la idea del creador como ser órfico, como liberador del lenguaje y del espíritu. Por eso, la fragmentación, la dispersión, el juego, la ruptura, la polifonía o el profundo compromiso con la realidad se convierten en los grandes ejes sobre los que se articula una obra poética siempre en expansión.
Desde una estética proteica, contra la Gran Costumbre, en reivindicación del pensamiento cronopio, la poesía se ofrece como lucha ante «la realidad odiosa» y como «historia de una sangre». Un afán insatisfecho lo acompaña siempre y el suyo es, por tanto, un designio poético de sustancias confusas, impulsivo y nunca relegado a una clasificación.
Por lo demás, la poesía cortazariana lleva inscrita genéticamente la necesidad de ser más, de ir más allá de cualquier poética impuesta. Las palabras son pájaros que libremente acuden a los alambres de la página, al árbol de la vida. La escritura no se elige: se escucha, se asume distraída, adánicamente. Esta distracción permite al poeta participar de profundis en la realidad en un proceso incesante de entusiasmo y consumación. Su visceral rebelión comienza por la rebelión frente a las limitaciones del lenguaje heredado, la esterilidad de nuestra conducta lingüística y la afasia semántica en que las «perras palabras» están ancladas.