Vallejo resolvió renunciar del todo a la tradición poética previa; en un gesto de absoluta libertad estética, crea un lenguaje que expresa fielmente los aspectos más primarios, instintivos y oscuros del ser humano; es decir, se asomó a los bordes mismos de lo indecible, asumiendo los riesgos de resultar ininteligible o balbuceante. Es significativo que en 1922 sea el año en el que aparecieron The Waste Land de T. S. Eliot y el Ulysses de Joyce, al lado de los cuales bien puede colocarse Trilce: son tres distintas y altas manifestaciones de los profundos cambios que estaban produciéndose en la literatura occidental como correlato de lo que estaba pasando en la realidad histórica, intelectual y cultural.
El del poeta peruano es un fenómeno probablemente único. Nació aparte, vivió aparte, si bien diluido en la multitud, y murió aparte. Ya en las historias de la lírica hispanoamericana del siglo XX su nombre es escrito por lo general y cuando menos, como una de las figuras más destacadas. Y nada se avizora que induzca a dar por concluida su ascensión en el aprecio ya no solo hispanoparlante, sino universal de las gentes. Ello se debe a la densidad cualitativa de su mensaje poético, al más allá de donde proceden y al modo como de allí proceden, con voluntad de síntesis, las curvas de su fisonomía moral, evadidas, diríase, de un vivero de orates. Porque ¿en qué cabeza no alucinada pudo ocurrírsele a nadie transformar de tal manera la naturaleza de la humanidad hasta abolir el implacable axioma: “El hombre es un mortal”, y dedicar a semejante propósito de la inmortalidad, no del alma, sino del ser humano, la aparecida cargazón de sus dolores de individuo?
Juan Larrea