Cuando tenía 23 años de edad, en 1937, Octavio Paz acudió a España, invitado por Rafael Alberti y Pablo Neruda, con la misión de representar a la joven poesía mexicana ante el Segundo Congreso Internacional de Escritores Antifascistas.
El viaje, acontecimiento definitorio de su juventud, contenía otros: su definitivo pasaje a la vida adulta, el regreso a su origen andaluz y una luna de miel bajo las bombas. No fueron escasas las circunstancias que, a lo largo de esos seis meses, marcarían para siempre su visión poética y política. Vivió de cerca la consanguinidad de su herencia con la poesía española y latinoamericana; masticó el sinsentido de la violencia; apreció la fuerza de la fraternidad —esa clave superior de la exaltación social que siempre lo atraería—; se asomó al pozo de la irracionalidad; presintió los dobleces de las construcciones ideológicas; adquirió una poderosa conciencia de los otros y se percató de que la poesía no es expresión de libertad, sino
la libertad misma.
Al mismo tiempo, dibuja esos días vertiginosos en que la poesía y la revolución acogen a una voz de la América española que el tiempo haría imprescindible. Una voz que se templó en España, en el diálogo con Alberti, Bergamín y León Felipe, con Miguel Hernández, Cernuda y el grupo de la revista Hora de España, lo mismo que con André Gide, Victor Serge y otros actores cruciales de ese momento definitorio.